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Todavía recuerdo cuando con trece años entré en el cuarto de estar de mi casa y dije a mis padres que había empezado a fumar, que prefería se enterasen por mí y no por terceras personas.
Del susto, ambos apagaron sus cigarrillos. La reacción de mi padre fue increíble. Se dirigió a la librería y regresó con un ejemplar de la enciclopedia médica. Me mostró una foto como la de arriba.
-Este es un pulmón sano y este otro uno enfermo-me dijo. -Espérate a tener diecisiete o dieciocho años, que te hayas desarrollado un poco más y si decides fumar, me lo dices que te compro una cajetilla.
Me convenció y esperé a tener dieciocho años para comenzar a fumar.
Ahora, con el transcurso de los años, me doy cuenta de la tontería que hice. A mis casi cuarenta, llevo cuatro años y medio sin probarlo y algunos días echo muchísimo de menos tragar el humo, notar cómo llega hasta las uñas de los pies. Cuando me preguntan, siempre digo que lo estoy dejando, porque realmente no sé qué tipo de porquería tienen los cigarrillos que los hacen tan adictivos.
Es duro, pero se puede conseguir. Merece la pena.
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