Oí decir que las mujeres viven la maternidad desde que se quedan embarazadas. Pero que, para asumir la paternidad, los hombres necesitan ver al niño ya nacido. De hecho, algunos no lo aceptan ni aparecen hasta que el chaval gana su primer Roland Garros. Algo hay de cierto. Durante el embarazo de Romina, cuando nos hacíamos la broma de que por fin tenía una novia con más barriga que yo, ella hablaba a alguien que todavía no existía, le ponía música clásica para sosegarlo, acercaba el vientre al televisor para comprobar si reaccionaba a los goles, y hasta creía que las patadas eran una suerte de código Morse que permitía la comunicación. En cambio, yo hacía planes de viajes para los meses siguientes y luego me sentía culpable por no haber recordado que para entonces estaríamos anclados por un recién nacido que, a diferencia de las plantas, no podría confiarse a alguien que lo regara. Romina había hecho una mutación psicológica de la que emergieron una determinación a la espera y cierta trascendencia más allá de sí misma, de las pequeñas miserias personales que ya no importaban. Yo me hacía el remolón para paladear todavía un ratito la más infantil concepción de la libertad: aquélla según la cual ninguna decisión afecta a nadie salvo a uno mismo, aquélla en la que puedes declararte disponible para lo que venga, para los tam-tams que llaman a lo azaroso. Un hijo es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas. Aún tenía que descubrir que de semejante fijación saldría una mejor versión de mí mismo: cimiento sobre el cual proyectar cosas que perduren. Tampoco ver nacer a Luca me bastó para sentirme padre. No inmediatamente, al menos. Las contracciones comenzaron a las cuatro de la mañana. Y, en vez de dejarnos arrebatar por el zafarrancho de parto, calculamos por los minutos transcurridos entre una y otra que aún podíamos dormir en vez de abocarnos a esperar en el ambiente hostil, gélido, de una sala de hospital. Ya allí, Romina aguantó el dolor como si le hubieran dado un trago de whisky y un trozo de cuero para morder durante la extracción de una bala en un western. En el paritorio, ubicado detrás de Romina, yo sólo pensaba en controlar las emociones ante extraños por pudor, y me fijaba en los rostros del médico, de la matrona y de las enfermeras porque creía que, si algo salía mal, alguna expresión torcida les delataría. Vi los fórceps, como una prótesis de Robocop, y pensé en eso: en que parecían una prótesis de Robocop, no en que pudieran dañar al niño. «Es muy rubito», dijo alguien. Y entonces apareció Luca, amoratado, con la cara arrugada y aplastada como la de un cachorro de Shar Pei, pero no me sentí padre. Me lo pusieron en los brazos, lloroso, y le busqué defectos, mutilaciones, manchas con la forma de Australia o del ratón Mickey, pero no me sentí padre. Lo tuvo Romina cobijado en el pecho, le habló en un tono amistoso, ligero, sin excesos emotivos, y no me sentí padre. Desfiló por la habitación toda la familia buscándole parecidos, y no me sentí padre. Le pusieron manoplas para que no se arañara y un gorrito para que no se enfriara, mamó por primera vez, y no me sentí padre. Hice infinidad de llamadas para dar la noticia, muchas de ellas a la Argentina, y no me sentí padre. Llegaron flores, compré hamburguesas en un Vips y una tarjeta para el televisor, me trajeron una bata y un neceser para asar la noche, confirmé al periódico que cubriría la sesión parlamentaria dos días después, y no me sentí padre. Me sentí padre por primera vez cuando, ya desaparecías las visitas, oscurecido el día, vinieron para llevarse a Luca al nido. Una enfermera empujó su cuna y, como debía entrar en otra habitación para recoger a otro recién nacido, dejó a Luca solo, abandonado en mitad del pasillo, a merced de cualquier orco o leopardo que pasara por ahí. Y fue esa indefensión del niño incapaz todavía de reñir sus peleas, de mi hijo, la que avivó un hondísimo instinto de protección por el que me abofeteó el descubrimiento de que era padre. Me enteré yo, y también la enfermera que a altas horas de la madrugada hubo de explicar a un tipo en bata que o hacía falta que montara guardia en la puerta del nido, «no hay orcos, no hay leopardos, y usted también debe descansar». El primer mes en casa de un recién nacido es un excelente motivo para preguntarse dónde está Zihuatanejo, aquel pueblo mexicano donde el Tim Robbins de Cadena perpetua creía que nadie le buscaría jamás. La situación no sería tan estresante si no incluyera la obligación de mantenerlo vivo. Cada tres horas, suena el llanto de una alarma como la de la cuenta atrás de Lost. Se acabó dormir, para siempre, porque incluso en los meses siguientes uno descubrirá que no es ya capaz sino de un sueño superficial, de garita, que permita atender el llanto. Hoy en día, incluso cuando duermo a cientos de kilómetros de Luca, salto en la cama si rechina la bisagra de una puerta en otra planta del hotel. Para las parejas primerizas, la experiencia sólo puede acarrear dos consecuencias: o las destruye, o las amarra con ligazones nuevas, más fuertes que las anteriores, cuando quererse consistía en esperarse delante de un cine o en decir qué guapa estás antes de salir a cenar, y no en aprender juntos a introducir un supositorio en el culo de un bebé al que torturan los cólicos y el estreñimiento mientras el reloj avisa de que apenas faltan unas horas para ir a la oficina. Quién nos habría dicho que los dedos de sostener Dry Martinis acabarían manchados de meconio, y que no importaría, que no habría por ello nostalgias de otra vida. Quién nos habría dicho que el sosiego repentino de un niño insomne que se acurruca junto a tu piel entregándose contendría muchas más emociones que todos esos viajes postergados, que todas las promesas del tam-tam. Y así, con cada expresión nueva descubierta en su rostro, con el primer paso, la primera sonrisa, sus primeros brazos tendidos en bienvenida cuando llegas a casa, las primeras veces que es capaz de jugar y de reír a carcajadas una gracia. Y no sigo porque ya dije que el pudor me impide sentir ante extraños, y ustedes lo son. Hay hombres impermeabilizados a los que no cambia una experiencia intensa. No soy uno de ellos. Luca me ha cambiado, ha espantado ansiedades y búsquedas heredadas de los afanes encontrados en las lecturas. No me importa sentir que para mí ya es tarde para muchas cosas, porque las hará él y, por delegación, las haré a través de él. Salgo de las librerías con colecciones completas de Corto Maltés, de Astérix, de Tintín, que permanecerán un tiempo largo empaquetadas, hasta que él pueda hacer sus primeros descubrimientos de lector. Me preparo para sus preguntas, me esfuerzo por ser mejor, excelente, por si acaso en el futuro le da por tomarme como ejemplo. Encima se me parece muchísimo, por lo que veo en él un yo sin estropear, con todas las posibilidades intactas, que me ha prolongado el ciclo vital como si mi resurrección ya hubiera ocurrido. Siento admiración anticipada por el espectáculo que será su juventud, por los mínimos esbozos de personalidad que me permiten intuir en él a un tipo que vivirá con gozo y al que ya tengo ganas de contarle cuánto de hermoso le aguarda. Que salga a vivir, algún día, sabiendo que cualquier rescate estará a tan sólo una llamada de teléfono. Que sea un hombre con códigos del que nadie pueda decir que falló como amigo. Ya iremos viendo todo eso. Ya lo iremos hablando. Lo que pido es tiempo para acompañarle al menos un trecho largo de su camino vital, como espectador y como cómplice. Porque, de todas las sensaciones nuevas que me ha inoculado Luca, la peor es la hipocondría. Por primera vez en mi vida, temo morir. Me siento obligado a permanecer aquí al menos 25 años más, los que él pueda necesitarme, y en eso no quiero fallarle. Mi hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Voy a dejar de fumar.
Iñi, gracias por la información que publicó El Mundo
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