Dieciocho de mayo de mil novecientos noventa y siete. Domingo. Justo después de comer y haber echado una cabezadita, te ofreciste a llevarme a casa. Fuimos acompañados por el reencuentro. Al llegar a las curvas de la Dehesa de la Villa, el coche se te fue contra el bordillo de una de ellas. Lograste controlarlo. Tenías la mirada fija en un punto perdido y la boca torcida. A pesar de los gritos y advertencias, no nos hiciste caso. No escuchabas. Estabas totalmente ido. Al parar en el semáforo, a la altura del quiosco de la Paloma, cuando nos bajamos para sacarte de tu asiento e impedir que siguieras conduciendo, arrancaste el coche. Jamás he visto correr tan rápido al reencuentro. Y yo detrás, con la lengua fuera. En el cruce de Federico Rubio por poco te embiste el 44. Fue al llegar a la que entonces era mi casa y aparcar el coche, cuando ante los gestos de preocupación, lágrimas e interrogantes tanto míos como del reeencuentro, pareciste despertar como si nada hubiera ocurrido. Ni siquiera te diste cuenta de cómo habías llegado hasta allí.
En el servicio de urgencias de Puerta de Hierro no te detectaron nada anormal. Sin embargo, aquélla fue la primera manifestación de esa maldita enfermedad, de ese maldito cáncer que un año después te habría de llevar para siempre.
No pasa un solo día sin que te eche de menos, sin que mire al cielo y recuerde tu sonrisa, tu mirada, tu voz, tu amistad, tu cariño gratuito. Sin que te quiera un poco más y me dé cuenta de las muchas cosas que siempre me decías, de los consejos. Sin que sienta rabia por lo mucho que te estás perdiendo, sin que te agradezca el buen ángel de la guarda que eres. No pasa un solo día sin un recuerdo.
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